lunes, 21 de noviembre de 2011


Termino de lavar los platos, y me seco las manos sin cuidado en la tela burda de mi camisa a cuadros. Agarro un vaso de vidrio grueso, de esos que no se rompen ni a propósito, y sirvo agua.
Le extiendo el vaso haciendo alarde de cautela.
Me mira, sus ojos enormes, sombríos, insondables. Por Dios, me mira.
Me siento enfrente de ella, y entrelazo los dedos de mis manos. Soy incapaz, ahora, de mirar para otro lado. Incapaz para siempre, hipnotizada por esa mirada oscura.
Ella baja la mirada lentamente, toma el vaso entre sus manos delicadas, débiles. Toma un sorbo de agua.
Observo esas manos blancas, las uñas cortas y rotas. Llevo minuciosa cuenta del piyama que el verano pasado le apretaba, y ahora le queda enorme, y parece una túnica pagana; de las constelaciones violáceas que cubren su piel, de las marcas rojizas. Miro ese rostro sin pestañas, ni cejas, veo la cabeza desplumada; que le da una apariencia inusualmente infantil y pequeña.
Y entonces esos ojos, esos ojos.

Recuerdo con un dejo irónico a los héroes de la segunda guerra mundial, a los mártires del apartheid africano, a las víctimas de la dictadura militar argentina. Guerreros.
Pero no hubo ni habrá jamás un luchador como ella.

1965-2008

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