Strange Fruit
La carreta levantaba polvareda en el camino desolado y
bañado por la luz del sol. Las figuras negras; en apariencia inmóviles, pero
cuya oscilación podía adivinarse en el suave viento, se recortaban contra el
cielo del amanecer. Eran cuatro. En total, desde que habían dejado las afueras
de Mississippi, nueve.
-Señorita Kelly, no mire. –le aconsejó el viejo George,
de piel tan negra como la de aquellos ahorcados del único árbol en kilómetros.
Pero Anne miró. Observó las camisas rasgadas, algunas
manchadas de sangre, otras muy sucias. Examinó algunos ojos abiertos, y otros
cerrados; algunas bocas apretadas, y otras torcidas en rictus tragicómicos. De
tanto mirar, sus ojos se acostumbraron a la luz, y pudo mirar también otras
cosas. Los carteles con epítetos insultantes pegados en los árboles, y los
detalles de las caras de los muertos. Uno de ellos, el tercero, parecía tener
más o menos la misma edad que ella.
-Pare. –dijo, con la voz convertida en un susurro apenas
audible.
El viejo George apenas apartó los ojos del camino.
-¿Qué?
-Que pare. –esta vez el viejo escuchó con claridad. –Pare
la maldita carreta. –agregó ella, sin necesidad.
-¿Usted está loca, señorita? –su voz estaba cascada por
años de fumar cigarrillos que él mismo liaba sobre los muslos de los
pantalones, ella lo había visto hacerlo mil veces. Primero acumulaba el tabaco
en un montoncito sobre el papel de liar, y lo enrollaba muy despacio. Lo pegaba
como si fuera un sobre, con su propia saliva, y después lo hacía girar una y
otra vez por sus pantalones marrones. Después lo guardaba en su bolsillo, nunca
se lo fumaba sin dejar pasar varias horas de liarlo. Decía que el gusto que
adquiría después de vegetar en su bolsillo durante una tarde entera de trabajo
duro era el mejor de todos.
Anne apartó por primera vez la mirada de los desafortunados,
y lo miró.
-¿Le parezco loca, señor Robinson? –preguntó, y el viejo
George se sorprendió de encontrar su rostro arrasado en lágrimas. De los cinco
hijos e hijas de la familia Kelly, Anne era la única que lo llamaba señor
Robinson. Al viejo George le parecía una estupidez, pero la adolescente le
profesaba el mismo respeto que a un profesor muy querido de la primaria.
Cuando las cosas habían empezado a ponerse más crudas, y
los cadáveres a aparecer colgados de los árboles y de los postes de luz; Anne
se había sentido avergonzada de su color de piel. Pero nunca había hablado de
eso con el que ahora cuestionaba su cordura.
George dio un tirón a las riendas, y los dos caballos
cesaron el movimiento. La muchacha se bajó de un salto de la carreta, y fue
directamente a la parte de atrás. Abrió un bolso negro, y empezó a sacar
diferentes estructuras de lo que parecía una maquinaria. El viejo observó,
sorprendido, como la muchacha armaba una máquina fotográfica al borde del
camino.
-¿Qué está haciendo, señorita Kelly? –preguntó, más
resignado que otra cosa. Él ya tenía tantos años encima como el mismo estado, y
había atestiguado muestras de violencia más terribles que aquella. Aún así, no
podía obligarse a mirar los cuerpos colgados. Mantuvo los ojos clavados en las
cuatro sombras, sin embargo.
Anne no contestó enseguida. Terminó de armar la máquina,
y se echó el lienzo negro encima. Enfocó el árbol, con los cuatro cadáveres, y
disparó. Un año atrás, su madre se había burlado de ella por pedir para su
cumpleaños una máquina tan cara, que ella apenas tendría oportunidad de usar.
Su madre se había equivocado, y no era la primera vez. El tiempo que tardó en
capturar la foto, ninguno de los dos dijo una sola palabra.
Finalmente, Anne guardó la máquina otra vez, y subió a la
carreta junto a George. Apoyó la cabeza en el hombro del viejo, pensando en lo
que escribiría al dorso de la foto cuando la hubiera revelado. “Mississippi, 1907,
linchamiento en el campo.”
Le hubiera gustado añadir alguna de esas palabras que
sonaban tan bonitas en los libros de historia. Le hubiera gustado poner “Injusticia
desmedida”, le hubiera gustado conocer los crímenes ridículos de los cuales
estaban acusados los muertos. Le hubiera gustado estar al tanto de cada detalle
para poder escribirlo, y que ninguno de esos hombres asesinados con la complicidad
de una multitud y un país fuera olvidado.
-Aunque sea, me hubiera gustado saber sus nombres. –musitó.
El viejo George no se encogió de hombros, porque no era
la clase de hombre que se encogía de hombros ante nada. Hizo restallar apenas
el látigo en el lomo de los caballos, eso sí. Sólo lo suficiente para que estos
empezaran a andar.
La carreta se perdió en la misma polvareda que había
provocado, y no quedó nada más en el camino que cuatro sombras inmóviles.