jueves, 19 de julio de 2012


La mayor parte del tiempo, no dice nada. Para hablar hay que tener la cabeza clara y los pulmones llenos de aire, y él no puede pensar, ni respirar, porque laputaqueteparióteamotanto. Por eso, y por todos los adjetivos. Al principio los adjetivos le gustaban un poco. Lo definían. Lo confortaba sentirse clasificado, separado en cajitas de cartón con rótulos con marcador indeleble: deportista, copado, fachero, buen pibe. Pero creció, y los adjetivos no crecieron con él. Se quedaron atrás, chiquitos, innecesarios, y ahora lo dejan incapaz de hablar.
La mañana anterior al suceso, entró a la casa a las cinco y media de la mañana, tratando de no hacer ruido. Mamá lo esperaba sentada en el sillón de dos cuerpos, muy rígida, con los anteojos de ver de cerca colgando de la punta de la nariz, y un libro sobre el regazo. Para satisfacer los estereotipos, tendría que decir que leía la biblia, pero no. Era un compilado de cuentos de Poe.
“¿Dónde estuviste?”
Fue la pregunta más razonable.
“Con los chicos.”
Fue la respuesta más genérica.
Y una mentira, como si fuera poco. Una mentira absoluta. Porque el chico con el cual había estado no calificaba para nada como uno  de “los chicos” que conocía mamá, pero él no podía decirle eso. No podía decirle que perdón, que mil perdones, que mil millones de perdones, pero que necesitaba respirar y pensar, y no podía si no era con las piernas enredadas, y el pelo, y la boca, y el aire caliente en el medio, y el techo pintado de colores, y la luz amarilla filtrada por las cortinas. No podía decirle que en el único momento en el cual se sentía libre era en Belgrano al 1600, departamento tres, tocar varias veces el timbre porque a veces anda y a veces no. No podía contarle sobre teamotantolaputaqueteparió. Porque no se habla de esas cosas.
Fuera por eso, fuera por los adjetivos, o fuera por lo que sea, no dijo nada más.
Y ella tampoco. Y después, después sucedió aquello; y ahora ya es tarde, porque Belgrano al 1600 desapareció, y con él, también todo lo demás.