La mayor parte del tiempo, no dice nada. Para hablar hay
que tener la cabeza clara y los pulmones llenos de aire, y él no puede pensar, ni
respirar, porque laputaqueteparióteamotanto. Por eso, y por todos los
adjetivos. Al principio los adjetivos le gustaban un poco. Lo definían. Lo
confortaba sentirse clasificado, separado en cajitas de cartón con rótulos con
marcador indeleble: deportista, copado, fachero, buen pibe. Pero creció, y los
adjetivos no crecieron con él. Se quedaron atrás, chiquitos, innecesarios, y ahora
lo dejan incapaz de hablar.
La mañana anterior al suceso, entró a la casa a las cinco
y media de la mañana, tratando de no hacer ruido. Mamá lo esperaba sentada en el
sillón de dos cuerpos, muy rígida, con los anteojos de ver de cerca colgando de
la punta de la nariz, y un libro sobre el regazo. Para satisfacer los
estereotipos, tendría que decir que leía la biblia, pero no. Era un compilado
de cuentos de Poe.
“¿Dónde estuviste?”
Fue la pregunta más razonable.
“Con los chicos.”
Fue la respuesta más genérica.
Y una mentira, como si fuera poco. Una mentira absoluta.
Porque el chico con el cual había estado no calificaba para nada como uno de “los chicos” que conocía mamá, pero él no
podía decirle eso. No podía decirle que perdón, que mil perdones, que mil
millones de perdones, pero que necesitaba respirar y pensar, y no podía si no
era con las piernas enredadas, y el pelo, y la boca, y el aire caliente en el
medio, y el techo pintado de colores, y la luz amarilla filtrada por las
cortinas. No podía decirle que en el único momento en el cual se sentía libre
era en Belgrano al 1600, departamento tres, tocar varias veces el timbre porque
a veces anda y a veces no. No podía contarle sobre teamotantolaputaqueteparió.
Porque no se habla de esas cosas.
Fuera por eso, fuera por los adjetivos, o fuera por lo
que sea, no dijo nada más.
Y ella tampoco. Y después, después sucedió aquello; y ahora
ya es tarde, porque Belgrano al 1600 desapareció, y con él, también todo lo
demás.