Tu mundo era un tablero de ajedrez. Piezas entraron y
salieron. Algunas fueron estables y seguras como torres; otras hermosas y
rápidas como caballos, pelajes lustrosos, manchas de galopante fuerza; otras fueron
reinas y reyes, alfiles llenos de consejos, y peones. Estos últimos fueron los
peores. Siempre hablando, siempre con la razón dolorosa de los que miran desde
abajo. Los peores.
Te parabas sobre un piso hecho de cuadrados de mármol blanco,
y granito negro. Intercalados. Cuando quisiste claridad, te sentaste, con las
piernas cruzadas, en alguno de los primeros; cuando quisiste ver en negro, buscaste
refugio en los segundos. Por un tiempo, estuvo bien.
Una pieza diferente entró una vez. Al irse, dejó
olvidada una caja llena de pinceles, y pomos de colores. Sumergiste con cautela
un pincel en pintura, y dibujaste un círculo negro en el piso a cuadros. Nada volvió a ser como era. Al principio, llenaste de colores oscuros
los cuadrados blancos, y de colores pálidos los negros. Pintaste capa tras capa
sobre el frío piso de piedra, hasta que ya no fue frío.
Y cuando el color original del tablero era
indistinguible, te revolcaste sobre la pintura hasta que el color de tu piel
tampoco fue visible. Todo fue gris, amarillo, verde, rojo, azul, marrón, naranja.
Recién entonces; al principio con timidez, te llamaste a
vos mismo un Artista.