jueves, 16 de febrero de 2012

Ayer te escribí un cuento. No es gran cosa. No tiene pájaros, ni flores; no hay una gran aventura en el horizonte, ni un héroe determinado y valiente. No hay un barco habitado por piratas fantasmales, listos para abordar la vida de nuestros protagonistas; de hecho, la acción ocurre apenas cerca del mar. Incluso así, no hay una ola gigantesca que arrase con todo el poblado, ni una jauría de sirenas embravecidas, y ni siquiera una mísera tormenta de rayos y truenos que asuste aunque sea un poquito. 
Hay, eso sí, una cueva. Una cueva de piedras llenas de musgo, con el piso de tierra apisonada por muchos caminantes, y un murmullo subterráneo llegando del fondo, muy del fondo. Lamento decirte que en el fondo de la cueva no hay un cíclope peludo y hambriento cuya base alimenticia sea la carne humana. A duras penas podrías encontrar un par de insectos que viven en la oscuridad, tal vez alguna araña. Pero, en fin, es una cueva. Común y corriente. Tal vez hubiera servido de algo tomarme la licencia literaria de contarte que, un día caluroso de octubre, un par de chicos se perdieron en los laberínticos pabellones naturales, y perecieron. Podría haberte escrito que sus desesperadas voces infantiles se escuchan aún, y que a veces se pueden ver los reflejos de sus linternas, casi sin batería, apuntando sin lograr enfocarse en nada que no sea oscuridad. Pero este cuento no es esa clase de cuento, así que desistí de escribirte esas palabras tan tétricas. 
Escribí, en cambio, que la entrada de la cueva ha servido de alojamiento para algunos roedores pequeños, que gustan esconderse entre las rocas. No es un paisaje muy entretenido, lo admito. Pero la descripción de los animalitos, ofrece una imagen pintoresca y vistosa, y eso puedo darte. 
En mi cuento también hay una casa. En otra época hubiera escrito una casa enorme de la época victoriana, llena de recovecos oscuros y pianos que se tocan solos. Tal vez con un jardín secreto al que se accede por una puerta disimulada en la corteza de un árbol, donde las rosas crecen solas sin necesidad de agua, y las golondrinas y los loros hacen sus nidos sin ser molestados por la presencia humana. Pero ya no soy tan joven, y, a pesar de sentirme atraída por un escenario tan mágico; opté por describir una casa pequeña, minimalista. Pintada de amarillo, eso sí, un color que responde de forma muy bonita a los rayos del sol, especialmente al atardecer. Una casita donde cualquiera podría vivir y considerarse afortunado y feliz, con una cocina vieja a leña, un dormitorio, y un baño con agua corriente.  Hasta le puse un jardín trasero, cálido y bien cuidado; pero por manos humanas y no sobrenaturales. 
Se me ocurrió, en un febril momento romántico, que los habitantes de la casa fuéramos vos y yo. Un descelance que te hubiera sorprendido, y tal vez hecho feliz: Que las personas en la casa fuéramos nosotras, juntas, cuidando el jardín, caminando por la costa, y explorando la benigna cueva. Ese sí hubiese sido un argumento arriesgado. Probablemente, al leerlo, te hubieras sonrojado hasta la médula; e incluso hubieras sonreído. Pero, como dije antes, no soy tan joven como solía ser; y no creo poder escribir historias tan desafiantes. Elijo, en cambio, que los habitantes de la casa sean dos personas sin sexo ni edad, confinadas a una relación de amor puro, incondicional, imposible. Esa es una mejor idea. Indolora. Dos personas perfectas y hermosas, y en algún momento de tristeza podés imaginar que somos nosotras dos. 
Ese es mi cuento. No va a ocasionar un gran cambio en tu vida, no te va a hacer suspirar, ni replantearte tus decisiones de vida. Es posible que ni siquiera te haga pensar. En definitiva, no es un gran cuento. 
Pero es un cuento. Y ahora es tuyo. 

1 comentario:

  1. Ok, es mio, me lo apropio.
    Sos tan simple y laberíntica al mismo tiempo, te amo, listo, solo eso.

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