domingo, 18 de marzo de 2012


Era una de esas noches asfixiantes en las que nada pasa. Y aquello, pensó, aquello seguía ahí guardado, adentro de una bolsita plástica con zipper en el tercer cajón de la mesita de luz. Era infinitamente mejor así, se prometió, inventando formas en las manchas de humedad del techo como si estas fuesen nubes. Mucho mejor.
Se había levantado a mirar el reloj con desconcierto (eran las tres y media de la madrugada, y la temperatura no bajaba), cuando escuchó los motores encendidos calentándose para despegar. No era algo poco común, dada la cercanía del aeropuerto militar. Pero aún así, atravesó la casa llena de sombras y salió a la calle. No pudo localizar el avión en el cielo nocturno, probablemente ya se había perdido en dirección al rio.
No todos los aviones, aseguró, no todos van al este a tirar cuerpos al agua. No hay razón para pensar eso. Ya no. Pero la sombra de Lucía seguía dibujada en la pared, con todos sus matices. La sombra de la mujer que nunca había estado ahí. Y era complicado, carajo. Era complicado.
Aquello, un papel amarillento escrito con lapicera azul (“No me esperes, esta noche tengo una reunión, te amo. L.”); seguía adentro de una bolsita de plástico con zipper en el tercer cajón de la mesita de luz. El mismo lugar que había ocupado por treinta años. 
Faltaban aún algunas horas para el amanecer, y tal vez entonces, podría dormir. 

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