martes, 1 de mayo de 2012


En la escalera que baja al túnel del subte está calentito. Ya es casi tan tarde que es temprano, y todo y todos están sumidos en un desastre que es difícil de romantizar. Pero en tu cabeza empieza a formarse un pensamiento, mientras tus ojos vagan por los puntos de luz de la calle, y tus manos buscan refugio del frio en los bolsillos de la campera que te queda un poco chiquita. Un pensamiento razonable, dentro de todo.
“Esto habría que escribirlo.”

Y te dormís, y la música se mezcla con la gente; y lo último que ves a alguien quejándose, a alguien leyendo, a alguien ofreciendo café, caras dormidas, un gorro de lana que es una gallina, tres dedos, un osoazul con una campera verde que no es un oso, una bomba de papa, una multitud cantando la canción más careta del flaco, y un vagón de tren, ocupado en su totalidad por nosotros.

Al día siguiente no podés pensar en nada. Las imágenes se desdibujan, las canciones se descomponen en notas sueltas, y las personas ya no son personas, son ideas. Y sensaciones. Sin embargo, tu casa está hecha un quilombo, y encima de tu escritorio hay un póster de Led Zeppelin.

Afortunadamente, nada de aquello fue un sueño. 

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