lunes, 18 de abril de 2011

Estaba amaneciendo cuando cruzó la calle oscura, y se adentró en la empobrecida zona de residencias. En los minutos que le llevó encontrar el llavero, identificar la llave correcta, y entrar a la casa, el cielo había cambiado abruptamente de color, pasando de un azul ceniciento, a un celeste brilloso con un destello naranja. Allá a lo lejos, la amenaza del día soleado que estaba por venir.
Con un suspiro de alivio, se detuvo un instante en el umbral a disfrutar de la tregua, y depositó la cartera con remaches metálicos sobre el armatoste hippie que servía de mesa, florero, biblioteca y desayunador en una casa tan atestada de cosas y personas como aquella. Miró a su alrededor, percibió entre las sombras a las tres mujeres dormidas en colchones apolillados, distribuídos directamente sobre el piso, y se complació de su fortaleza y de su ejército.
Dentro de la cartera, yacían, ahora sin el poder que ella les confería, sus armas. El teléfono celular, el dinero, la barra de labios, la botellita de whisky, los profilácticos y las drogas.
Avanzó por el espacio con confianza, sacándose primero el abrigo, los zapatos de taco altísimo, las medias de red (deslizándolas con lentitud por sus muslos, comprobando con ojo eficiente las corridas, roturas y manchas de fluídos de los hombres que habían descansado entre sus piernas), y después el pañuelo violeta que tenía al cuello, el vestido, y la ropa interior. Capa a capa, se deshizo, temblando de frio (y un poco de tristeza, aunque nunca lo hubiese admitido) de su impenetrable armadura, que quedó tirada en el piso, cada prenda, cada malla, cada pliegue convertido en un trapo inútil sin fuerza para protegerla de nada.
Entró al baño, y se enfrentó a su imagen en el espejo que abarcaba toda la puerta. Con un algodón empapado en líquido astringente, limpió el maquillaje de batalla de su rostro. Desaparecieron sin dejar rastro sus labios rojos, sus mejillas artificialmente sonrosadas, y sus impresionantes párpados azules. Observó con crueldad su cara castigada por la vida oscura que llevaba, y siguió con la mirada, masoquista, las venas azules, las marcas de pinchazos, la insana palidez de la piel, la delgadez enferma. Examinó crudamente la representación física de su dolor, de su lucha.
Apartó los ojos, y se envolvió en la toalla más limpia que pudo encontrar. Apagó la luz del baño.
 La pastilla que había tomado empezó a hacerle efecto, se sintió adormecer, debilitar, pero era una debilidad buena. Una debilidad que ella misma se había provocado.
La agradeció, la agradeció como no recordaba haber agradecido nada antes, y se arrastró por la oscuridad hacia su colchón. Protegiendo sus ojos del sol que empezaba a colarse entre las cortinas, la puta durmió el sueño de los guerreros.
...

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