lunes, 16 de mayo de 2011



Puebloviejo #2

Paseaba por abajo del retorcido follaje. Por entre las hojas, descendían sobre ella irregulares parches de luz solar, que se enredaban en su pelo blanco. Yo la observaba desde una distancia prudencial, porque me disgustaba escuchar su eterno discurso, lleno de palabras ásperas hacia alguien que había muerto años atrás. Aún así, la vieja componía un paisaje fascinante.
 Todos los días, fuera por ejercicio de costumbre o por imaginario personal, hacía el mismo recorrido por la tranquera, vuelta al limonero, y arrastrando los pies por el camino del pedregal. Y yo la miraba siempre, desde que la había descubierto en mi primera tarde en el pueblo.
No sabía su nombre, ni quería saberlo. Probablemente Lucho la conocía, seguro se había sentado en su regazo, había comido su comida, y la había llamado “abuela”, como había hecho con todas las viejas del pueblo a lo largo de su infancia. Pero no quería que me lo contara, no quería que me dijera cómo y cuándo esa mujer se había deslizado lentamente por los caminos de la demencia, había olvidado y perdido a su familia, y había armado una vida alrededor de esa insana rutina.
No quería saberlo, porque yo (todos los días, seis de la tarde, por la tranquera y vuelta al limonero), había construido otra rutina alrededor de ella.
Y no quería perderla. Tal vez estaba empezando a formar parte del paisaje también yo. 
                                       .         .       .

No hay comentarios:

Publicar un comentario